Estos cambios pueden dar lugar a ventajas evolutivas, pero también pueden ser letales. El delicado equilibrio entre tamaño del genoma y la cantidad de mutaciones que se producen en sus copias hace posible la diversidad de la vida. Un virus hace copias tan rápido que podemos asistir a su evolución,
impulsada por sus mutaciones.
Estas dan lugar a nuevas variantes, en las que se identifican mutaciones definidas respecto al virus original, pero con las que las vacunas siguen funcionando. Cuando se acumulan tantas mutaciones que el virus cambia y escapa del sistema inmune, surge una nueva cepa.
Cada vez que el virus se replica, las nuevas copias siempre contienen mutaciones. A veces, pueden surgir mutaciones que reduzcan la capacidad infectiva del virus, u otras que podrían darle una ventaja al mejorar su adaptación al hospedador. La infección viral depende de una sutileza química: la capacidad de las proteínas para unirse a otras moléculas, utilizando (principalmente) enlaces de hidrógeno.
Para iniciar la infección, las espículas del virus se anclan a la proteína receptora por medio de estos enlaces, encajando como un puzzle. Cuantos más enlaces de hidrógeno se formen, más afinidad tendrá el virus por la célula y menos cantidad de virus inoculados provocarán la infección. En el caso de la variante B.1.1.7, al menos una de sus mutaciones la hace más contagiosa, prevaleciendo sobre la que carece de la mutación. Este tipo de selección es clave en la evolución de la vida. La mutación que hemos mostrado no parece aumentar la gravedad de la infección –aunque haya datos preliminares que apunten en este sentido–, ni afecta a la acción de las vacunas.
Fuentes: El Economista, The Conversation
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