En la península Arábiga, en medio del desierto, un virus desconocido comenzó a matar personas en 2012. A los primeros síntomas, tos y fiebre elevada, le seguían falta de aliento, neumonía, fallo renal y muerte. Hasta el pasado verano, la Organización Mundial de la Salud (OMS) ha identificado 699 contagiados en 21 países. El virus es letal en el 30% de los casos. No hay tratamiento ni vacuna.
Bautizado como
MERS-CoV (siglas de Síndrome Respiratorio por Coronavirus de Oriente Medio), el virus no ha matado lo suficiente como para atraer la atención de los medios. Como el ébola, se transmite por contacto estrecho con el enfermo. Pero existe un caso preocupante publicado en la revista International Journal of Infectious Diseases: un hombre de 51 años lo contrajo en la sala de emergencias del hospital de Riad, en Arabia Saudí, donde ingresó. El equipo de médicos de Ali S. Omrani, después de estudiar todas las posibilidades, no descartó el contagio por una persona asintomática, que “podría convertirse en un contribuidor más importante de lo que se creía para la transmisión”.
Un virus así desatado podría ser un argumento excelente para una película de desastre. Pero hay muchos otros patógenos fuera de la pantalla dispuestos a amargarnos, cada uno con su particular carné biológico: el virus del SARS, de la gripe aviar, el virus de Marburgo… por no mentar superbacterias como Staphylococcus aureus –inmune a muchos antibióticos– o cepas bacterianas multirresistentes que traen de nuevo el temido recuerdo de otro siglo de tuberculosis incurables frente a las que nada pueden hacer los fármacos que nos hicieron olvidarlas. La lista es tan larga que la OMS calcula que desde 1940 la humanidad se ha visto sobresaltada por más de trescientas enfermedades emergentes (entre ellas, el sida, que ha matado a 35 millones de personas). Así que la pregunta es: ¿Por qué?
Las enfermedades de película están estrechamente relacionadas con nuestra forma de vida
Anthony Fauci, una de las máximas autoridades mundiales en sida, lo resume perfectamente en un ensayo de la revista New England Journal of Medicine. Estas enfermedades están estrechamente relacionadas con nuestro comportamiento y forma de vida. “Reflejan quiénes somos, lo que hacemos, y cómo vivimos, nos relacionamos con otras personas y con el entorno”.
Dicho de otra manera, colocamos una alfombra mundial de bienvenida a todos estos invitados tan mortíferos. Nuestro día a día debe parecerles una invitación irresistible: en 2012, unos 37,5 millones de vuelos surcaron el cielo. Este mundo es un perfecto caldo de cultivo para patógenos así.
Y no solo le facilitamos el trabajo. Nuestro consumo compulsivo de recursos naturales se convierte en un empeño inconsciente para tropezarnos con ellos, para sacar a estos agentes letales de sus escondrijos naturales. Nos empeñamos en talar bosques en todo el mundo, a un ritmo por el que desaparecen 36 superficies boscosas tan grandes como un campo de fútbol cada minuto, según el Fondo Mundial para la Naturaleza. Entre el 60% y el 80% de todas las infecciones nuevas en personas tienen su origen en virus que viven en animales sin matarlos, como el hantavirus que origina un síndrome pulmonar mortal, el de la Fiebre de Lasa o el Nipah, que produce inflamación del cerebro.
Al virólogo Luis Enjuanes, del Centro de Biología Molecular de la Universidad Autónoma y el CSIC, no le sorprendió demasiado la irrupción del ébola en Madrid. Esperaba que algo así sucediera más tarde o temprano en lugares de paso de inmigrantes, como Ceuta o Melilla. A nivel global, los virus más mortales paradójicamente no son los más peligrosos, nos explica, ya que al matar tan eficientemente limitan su contagio. “Deberían preocuparnos los que se transmiten por el aire”, responde Enjuanes, que huye de alarmismos injustificados. Con solo que surgiera uno con una mortalidad de apenas un 2% tendríamos asegurado el desastre. Como ejemplo, “la gripe de 1918 causó entre veinte y cuarenta millones de muertes”.
Bautizado como
MERS-CoV (siglas de Síndrome Respiratorio por Coronavirus de Oriente Medio), el virus no ha matado lo suficiente como para atraer la atención de los medios. Como el ébola, se transmite por contacto estrecho con el enfermo. Pero existe un caso preocupante publicado en la revista International Journal of Infectious Diseases: un hombre de 51 años lo contrajo en la sala de emergencias del hospital de Riad, en Arabia Saudí, donde ingresó. El equipo de médicos de Ali S. Omrani, después de estudiar todas las posibilidades, no descartó el contagio por una persona asintomática, que “podría convertirse en un contribuidor más importante de lo que se creía para la transmisión”.
Un virus así desatado podría ser un argumento excelente para una película de desastre. Pero hay muchos otros patógenos fuera de la pantalla dispuestos a amargarnos, cada uno con su particular carné biológico: el virus del SARS, de la gripe aviar, el virus de Marburgo… por no mentar superbacterias como Staphylococcus aureus –inmune a muchos antibióticos– o cepas bacterianas multirresistentes que traen de nuevo el temido recuerdo de otro siglo de tuberculosis incurables frente a las que nada pueden hacer los fármacos que nos hicieron olvidarlas. La lista es tan larga que la OMS calcula que desde 1940 la humanidad se ha visto sobresaltada por más de trescientas enfermedades emergentes (entre ellas, el sida, que ha matado a 35 millones de personas). Así que la pregunta es: ¿Por qué?
Las enfermedades de película están estrechamente relacionadas con nuestra forma de vida
Anthony Fauci, una de las máximas autoridades mundiales en sida, lo resume perfectamente en un ensayo de la revista New England Journal of Medicine. Estas enfermedades están estrechamente relacionadas con nuestro comportamiento y forma de vida. “Reflejan quiénes somos, lo que hacemos, y cómo vivimos, nos relacionamos con otras personas y con el entorno”.
Dicho de otra manera, colocamos una alfombra mundial de bienvenida a todos estos invitados tan mortíferos. Nuestro día a día debe parecerles una invitación irresistible: en 2012, unos 37,5 millones de vuelos surcaron el cielo. Este mundo es un perfecto caldo de cultivo para patógenos así.
Y no solo le facilitamos el trabajo. Nuestro consumo compulsivo de recursos naturales se convierte en un empeño inconsciente para tropezarnos con ellos, para sacar a estos agentes letales de sus escondrijos naturales. Nos empeñamos en talar bosques en todo el mundo, a un ritmo por el que desaparecen 36 superficies boscosas tan grandes como un campo de fútbol cada minuto, según el Fondo Mundial para la Naturaleza. Entre el 60% y el 80% de todas las infecciones nuevas en personas tienen su origen en virus que viven en animales sin matarlos, como el hantavirus que origina un síndrome pulmonar mortal, el de la Fiebre de Lasa o el Nipah, que produce inflamación del cerebro.
Al virólogo Luis Enjuanes, del Centro de Biología Molecular de la Universidad Autónoma y el CSIC, no le sorprendió demasiado la irrupción del ébola en Madrid. Esperaba que algo así sucediera más tarde o temprano en lugares de paso de inmigrantes, como Ceuta o Melilla. A nivel global, los virus más mortales paradójicamente no son los más peligrosos, nos explica, ya que al matar tan eficientemente limitan su contagio. “Deberían preocuparnos los que se transmiten por el aire”, responde Enjuanes, que huye de alarmismos injustificados. Con solo que surgiera uno con una mortalidad de apenas un 2% tendríamos asegurado el desastre. Como ejemplo, “la gripe de 1918 causó entre veinte y cuarenta millones de muertes”.
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