¿POR QUÉ TENEMOS MIEDO?

La sensación de miedo es una cuestión de números y depende  de nuestras neuronas, que de forma individual son capaces de distinguir lo que supone una amenaza y lo que no. Si la mayoría se alarman, sentimos miedo. Por el contrario, si sólo se alteran unas pocas, no cunde el pánico y permanecemos tranquilos.
Eso es al menos es lo que se deduce de un artículo que acaba de publicar Nature Neuroscience llevado a cabo con ratas. Al parecer, en la amígdala, la parte del cerebro que procesa el miedo, hay una minoría de neuronas muy temerosas, a las que cualquier señal del entorno les lleva a transmitir una señal de pánico. Sin embargo, la mayoría solo se “alteran” y mandan señales de miedo cuando hay una causa justificada.

Al igual que el fisiólogo ruso Pavlov adiestró a un perro para que salivara al oír una campana que anunciaba la comida, los investigadores del Centro Nacionales de Ciencias Biológicas de Bangalore enseñaron a un grupo de ratas a temer un sonido concreto tras el que llegaba siempre una descarga eléctrica. Además de este tono que anticipaba un castigo, las ratas escucharon otro que no tenía ninguna consecuencia para ellas.
Los roedores enseguida aprendieron a distinguir entre los dos sonidos, el que anunciaba problemas y el que indicaba que no había nada que temer.  Cuando los roedores ya tenían claro lo que había que temer y lo que no, los investigadores midieron la actividad eléctrica de sus neuronas, que es la base de la transmisión de los impulsos nerviosos. La mayoría de las neuronas respondían con más intensidad al sonido de peligro que al que indicaba que no había nada que temer. En definitiva, lo que estaban viendo era que cada neurona de la amígdala era capaz de distinguir el sonido que era realmente peligroso y esto determinaba el comportamiento del roedor.
Sin embargo, vieron que había un pequeño número de neuronas, que podríamos calificar como miedosas, que no tenían esa capacidad de distinguir el sonido amenazante del que no lo era y que se alteraban en ambos casos. A pesar de ello se imponía la opinión de la mayoría de las neuronas.

Sin embargo, cuando la descarga eléctrica que acompañaba al sonido peligroso se volvía más fuerte, los animales perdían su capacidad de distinguir entre los dos sonidos.

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