Si el gran problema biológico pendiente de resolver es cómo funciona el cerebro humano, la mayor cuestión evolutiva es cómo evolucionó esa máquina prodigiosa. Es sabido que las diferencias genéticas que nos separan de un chimpancé son muy escasas, pero también deben ser muy importantes, porque sin ellas no habría lenguaje ni poesía, ni arte ni ciencia. Ni siquiera metafísica. De ahí los grandes esfuerzos investigadores que están en marcha para encontrar esos pocos genes tan raros pero tan trascendentales.
Las nuevas y poderosas herramientas de la genómica han permitido organizar una apabullante operación de caza y captura de los genes responsables del crecimiento explosivo del córtex cerebral durante la evolución humana.
Los científicos alemanes sabían dónde buscar. Desde los trabajos pioneros de Cajal y Golgi, un siglo de neurología ha esclarecido el origen –no evolutivo, sino embriológico— del desmedido córtex cerebral humano, la capa más externa del cerebro, la que le confiere su inconfundible aspecto rugoso y antiestético, y la que alberga todas las altas funciones mentales de las que nuestra especie está tan orgullosa, y a veces tan asustada.
El córtex de cualquier primate –y de otros mamíferos— proviene de un grupo de células madre y células progenitoras situadas en una región muy concreta del sistema nervioso fetal (la zona subventricular, donde se halla la llamada glía radial). Durante la evolución de los primates, y sobre todo del linaje homínido, esas células precursoras se dividen durante cada vez más tiempo, y por tanto generan un córtex cada vez más grande.
Huttner y sus colegas del Max Planck han centrado su caza del gen, por tanto, en esas células madre y precursoras de la glía radial. Han usado la genómica para comparar la actividad detodos los genes que se expresan en esas células, tanto en fetos de ratón como humanos. Han hallado 56 genes que se expresan preferentemente en esas células y que no existen en el ratón. De los 56, solo uno ha pasado las pruebas de especificidad más exigentes. Su nombre es horrísono –ARHGAP11B—, pero tal vez tengamos que acostumbrarnos a pronunciarlo. O al menos ponerlo en un relicario.
Las pruebas que apuntan a ARHGAP11B como un regulador de la proliferación de las células precursoras del córtex son múltiples, pero sin duda la más llamativa de todas ellas es lo que hace ese gen cuando se le introduce en el cerebro en desarrollo de un ratón: sus células progenitoras de la glía radial se multiplican y se autorrenuevan, causando un crecimiento del córtex allí donde el gen está activo artificialmente. Incluso aparecen allí indicios degirificación, es decir, de los plegamientos y circunvoluciones típicos del cerebro humano (y de las nueces).
La clave del proceso está en las llamadas divisiones asimétricas. Cuando una célula precursora se divide, puede dar lugar a dos hijas que se diferencian como neuronas y no se dividen más; o puede producir una neurona y una nueva célula precursora que sigue dividiéndose para dar una neurona y una nueva célula precursora que sigue… La biología está repleta de algoritmos recursivos de este tipo. Incluso, durante cierto periodo, la célula precursora puede dar dos células precursoras, amplificando el reservorio de partida. Del balance entre estos procesos depende el tamaño final del cerebro, o del órgano en cuestión.
Durante la evolución, los nuevos genes surgen casi siempre de la duplicación (con variaciones) de un gen preexistente. ARHGAP11B no es una excepción, y surgió de la duplicación parcial de –¿lo adivina el lector?— ARHGAP11A, que sí existe en el ratón. El nuevo gen no solo existe en los humanos modernos, sino también en los neandertales y los denisovanos, las dos especies humanas extintas de las que tenemos genomas. Pero no está en el chimpancé, y por tanto surgió después de que nos separáramos de su linaje.
¿De dónde venimos? De ARHGAP11B. Lo peor de las grandes preguntas es la fealdad de sus respuestas.
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