En 1833, Charles Darwin era un geólogo veinteañero a bordo
del Beagle que ignoraba cuánto iba a cambiar su vida. Un día, en Uruguay,
compró por unos peniques un cráneo fósil al que los niños habían cosido a
pedradas. Era una rareza y, por su tamaño, bien podía haber tenido la talla de
un elefante africano.
Después encontró un diente que encajaba a la perfección en la calavera. Para su sorpresa, los incisivos parecían de una rata gigante. Darwin lo describió como “uno de los animales más extraños jamás descubiertos” y siguió adelante. Meses después, en Argentina, halló el fósil de otro mamífero enorme que tenía cuello de camello y una trompa que recordaba al elefante.
Después encontró un diente que encajaba a la perfección en la calavera. Para su sorpresa, los incisivos parecían de una rata gigante. Darwin lo describió como “uno de los animales más extraños jamás descubiertos” y siguió adelante. Meses después, en Argentina, halló el fósil de otro mamífero enorme que tenía cuello de camello y una trompa que recordaba al elefante.
Lo que no pudo hacer fue identificar el origen de aquellos
enormes mamíferos extintos de América. ¿Estaban emparentados con los elefantes
africanos o con las llamas y los roedores americanos? Desde entonces muchos
otros expertos han intentado, sin éxito, responder a esta pregunta estudiando
la extraña morfología de los huesos. “Nadie tenía ni idea del lugar que ocupan
estos animales en la radiación de los mamíferos”, detalla a Materia Ian Barnes,
investigador del Museo de Historia Natural de Londres. Ahora, gracias a la
ayuda de algunos de los mayores expertos del mundo en rescatar material biológico
de fósiles, Barnes ha conseguido resolver el enigma.
Comentarios
Publicar un comentario
Gracias por comentar. Te rogamos que seas preciso y educado en tus comentarios.