¿POR QUÉ EL CEREBRO NOS ENGAÑA?

Te dan 100 euros y la opción de guardarlos o apostarlos. Si aceptas el reto, se lanza una moneda. Si sale cara, pierdes 100 euros y si sale cruz, ganas 250. El juego prevé 20 turnos. ¿Te atreves? Aunque es mucho más probable que aceptando el desafío se acabe obteniendo una cantidad superior al importe inicial, aquellos que prefieran no arriesgarse pueden ampararse detrás de una justificación algo insólita, pero totalmente verídica: "Mi cerebro me ha engañado".
Matteo Motterlini, profesor de Filosofía de la Ciencia en laUniversidad Vita-Salute San Raffaele de Milán y director del institutoCresa (Centro de Investigación en Epistemología Experimental y Aplicada), utiliza este sencillo ejemplo para explicar que “la mayoría de las personas —el 60% de los encuestados— se porta de manera irracional, ya que prefiere ganar menos para evitar pérdidas potenciales”. El docente —que se dedica al estudio de la neuroeconomía, un campo que combina disciplinas como la neurología, la economía y la psicología— detalla que, si sólo tuviéramos la corteza prefrontal, donde residen las facultades cognitivas superiores que nos diferencian de los demás mamíferos, reflexionaríamos de manera totalmente fría y calculadora y el modelo económico neoclásico funcionaría a la perfección. “Pero no es así”, concluye. Las neuronas nos convierten en títeres de las emociones que han desencadenado, inconscientemente, frente a una determinada situación.

Un ejemplo claro lo ofrece el funcionamiento de la amígdala, una especie de pequeña almendra empotrada en las profundidades del cerebro donde se almacena la memoria emocional del miedo. Un estudio realizado por el Cresa y publicado en el Journal of Neuroscience en 2013 ha demostrado que las personas que tienen un mayor volumen de materia en este núcleo sienten más aversión hacia la pérdida de dinero. “Es una característica innata y tan antigua que se remonta a por lo menos hace 40 millones de años, antes de que los monos capuchinos y el hombre se diferenciaran de su ancestro común”, explica Motterlini. Exactamente como el ser humano, también los primates domesticados al uso de dinero sufren más por una pérdida monetaria de lo que se alegran por una ganancia. Para reencontrar el equilibrio, hace falta que consigan una cantidad de entre 2,25 y 2,50 veces superior a lo que les ha sido quitado.

Así, cada vez que tenemos que tomar una decisión se activan zonas diferentes del cerebro. “Existe una parte de recompensa cerebral y otra de aversión al peligro o al riesgo”, explica el neurólogo Pedro Bermejo, fundador de ASOCENE (Asociación Española de Neuroeconomía). “Si por ejemplo vamos a un sitio con refill de bebida, la primera que consumimos la asociamos con una recompensa, pero a la cuarta la percepción ya no es la misma: nuestra corteza cerebral, la parte racional, nos dice que ya no tomemos”, continua.

¿Pero, podemos prevenir los engaños de la mente? La respuesta es muy socrática: conócete a ti mismo.

COMO DEFENDERSE DE LAS TRAMPAS DEL CEREBRO.
El cerebro ya tiene “programadas” unas trampas que se activan automáticamente y se interponen entre nosotros y nuestras decisiones. Por ejemplo, preferimos un alimento light al 95% antes que uno con el 5% de grasa, estamos más dispuestos a gastarnos cinco billetes de 10 que uno de 50 y tratamos de manera diferente la paga extra al sueldo mensual. Es algo que no podemos evitar, pero sí intentar controlar. El libro de Matteo Motterlini Trampas mentales: cómo defenderse de los engaños propios y ajenos (Paidós, 2010) identifica las principales zancadillas de nuestro cerebro y nos proporciona un decálogo para defendernos de nosotros mismos.


En primer lugar, no hay que procrastinar la inversión de nuestros ahorros, ni meterlos todos en títulos “cercanos”, como la empresa donde trabajamos, creyendo que al ser un entorno familiar será más seguro. Tampoco hay que buscar una rutina a hechos aleatorios y creer que el futuro es igual al reciente pasado, así como apostar por activos que anteriormente tuvieron resultados excepcionales pensando que seguirán por la misma senda. Intentemos también no “invertir como los monos”, es decir vender demasiado pronto los activos que nos dan rendimiento y mantener durante demasiado tiempo los que están en negativo para prevenir el sufrimiento causado por las pérdidas. Pero tampoco actuemos como “ovejas” y sigamos lo que hacen los demás. Estar siempre pendiente de los rendimientos de nuestros ahorros tampoco sirve, no ganaremos más estresándonos delante de los números. No nos olvidemos por otro lado de que no podemos controlar los eventos ni culpar a las circunstancias de todas nuestras derrotas. Así no aprenderemos de las experiencias. Por último, Motterlini aconseja que no subestimemos este decálogo, aunque sabe que lo haremos: nunca lograremos anular del todo los engaños de la mente.

APRENDER DE LAS EMOCIONES.
Aldo Rustichini, profesor de Economía en la Universidad de Minnesota, se dedica al “núcleo duro” de la neuroeconomia, esa rama que trabaja con “el rigor matemático” para encontrar una base teórica a los modelos empíricos ya estudiados. “Es como pretender pasar de la astrología a la astronomía”, ejemplifica el investigador.

Rustichini ha realizado estudios para averiguar el papel jugado por las hormonas a la hora de invertir: “La testosterona aumenta la agresividad y el riesgo que los agentes son dispuestos a asumir”. Estos comportamientos, puestos en cuestión sobre todo después del estallido de la crisis financiera, pueden tener una doble lectura a los ojos del docente: “No hay que olvidar que, sin atrevimiento, quizás nunca nadie hubiese cogido tres barcos para cruzar el Atlántico sin saber lo que se iba a encontrar”, matiza.

Para el investigador, las emociones son sede de racionalidad de las que se puede aprender. "He intentado demonstrar que envidia o remordimiento son muy útiles desde el punto de vista del aprendizaje. Tomamos muchas decisiones sobre una base emotiva, pero no irracional", comenta.

— ¿Existe el agente económico perfecto?

— Sí, y combina grandes emociones y gran racionalidad. Hay pocos. Y se han hecho riquísimos.

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