Todo tiene una explicación científica. "El punto de partida es que para sentirse bien, primero hay que sentirse mal”, destaca Guillermo Fouce, profesor de Psicología de la Universidad Carlos III, de Madrid, y esta reacción se debe a que “el malestar activa mecanismos cerebrales similares a los de la felicidad y la alegría”.
Julio César Perales, profesor de Psicología de la Universidad de Granada, e investigador del Centro de Investigación Cerebro, Mente y Comportamiento (CIMCYC) explica que los sistemas que procesan el placer y el displacer en el cerebro humano son distintos y pueden estar activados al mismo tiempo. “Tendemos a pensar que las cosas son buenas o malas linealmente, y que en un extremo tenemos lo bueno o placentero y en el otro lo malo o displacentero. Pero en realidad son dos dimensiones y se puede estar al mismo tiempo sintiendo placer y dolor”, asegura.
Esta dualidad se demostró en un estudio del equipo de Joseph C. Franklin, de la Universidad de Carolina del Norte. Los resultados revelaron que compensar el dolor con algo positivo, hace esto último aún mejor y disminuye lo negativo, al menos durante varios segundos. Y la recompensa será mayor cuanto superior era el dolor. “El efecto contraste que produce el sufrimiento y el dolor también produce un rebote del efecto de alivio, que es también placer”, subraya Perales. O como dice Woody Allen: “¿Qué es lo más bonito que un médico le puede decir a su paciente? No se preocupe, es benigno”.
Al complejo binomio dolor/placer, se añade la variable de la personalidad de quienes buscan sensaciones fuertes, como personas que practican deportes de riesgo, o quienes disfrutan con una película de miedo. ¿Por qué esas situaciones límite provocan un subidón anímico? “El miedo es la emoción universal por naturaleza y responde a nuestro cerebro más reptiliano, más básico, lo que nos prepara para defendernos y sobrevivir y, por tanto, tiene más potencia que la alegría y la felicidad”, responde Fouce. “Es más fácil encontrar sensaciones en lo negativo que en lo positivo, porque estamos más preparados para responder a lo malo que a lo bueno”, prosigue. Es decir, el terror también nos pone.
Otro ejemplo es el de los corredores de maratón, que a pesar de la dureza de la prueba cada vez cuenta con más seguidores. Sobre este asunto, Perales, que además es maratoniano, aclara: “Para nadie es agradable un esfuerzo extenuante, pero se aprende a reconocer el sufrimiento y a desarrollar estrategias para gestionar la situación. La recompensa a ese sufrimiento es, a corto plazo, las sensaciones placenteras relacionadas con las endorfinas y, a más largo plazo, la recompensa de estar alcanzando determinadas metas, que varían de unas personas a otras”.
Según Francisco Mora Teruel, catedrático de Fisiología Humana de la Universidad Complutense de Madrid, y autor del libro ¿Es posible una cultura sin miedo?, “se piensa que las vías cerebrales de la recompensa, las mediadas fundamentalmente por la dopamina, se activan en estas circunstancias. Cuando cesa el origen del dolor, el individuo sabe que en compensación se liberarán endorfinas que le harán sentir placer; esa es la recompensa”.
Eso sí, la respuesta no es la misma en todas las personas y, como dice Mora, “cada ser humano es un universo y en cada uno la disposición de las vías cerebrales es diferente, aunque las básicas sean relativamente comunes. Los cerebros son diferentes, y cambian y se modifican por el ambiente a través del aprendizaje y la memoria”.
Si estos argumentos no le han convencido de que puede sentir placer a través del dolor, tal vez le sorprenda más conocer que las catástrofes también tienen la cualidad de despertar sentimientos placenteros. Una investigación publicada en Psychological Science demostró que esas situaciones tienen un efecto pegamento entre los que han vivido la experiencia dolorosa, que les lleva a ser más generosos y, de alguna manera, más felices.
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