Ni siquiera mirando al cielo nocturno puedes hacerte una idea de las dimensiones del cosmos. Casi todo lo que ves allí son solo estrellas de nuestra propia galaxia, la Vía Láctea, y por cada una de ellas existe al menos otra galaxia entera y distinta en el universo conocido, y aun después nos queda la parte que no conocemos de nuestro universo, y tal vez otros universos enteros y distintos, en una concatenación vertiginosa que ni la imaginación puede abarcar. Pero la física alcanza mucho más lejos que la imaginación, y desde hace 100 años disponemos de una teoría capaz de fajarse con toda esa inmensidad, y de predecir algunos de sus fenómenos más fantásticos y enigmáticos.
La relatividad general, la gran teoría de Einstein sobre el tiempo, el espacio, la gravedad y el cosmos, es un monumento a la razón humana, como han reconocido los cinco grandes físicos reunidos en Madrid esta semana por EL PAÍS, Materia y OpenMind. Porque el avance de la física consiste normalmente en una interacción permanente entre la observación y la ecuación, entre el experimento y el pensamiento abstracto, pero la teoría de Einstein ocupa una posición peculiar en ese esquema: no vino tanto de la necesidad de explicar nuevas observaciones, o de encajar nuevos resultados experimentales, como del imperativo de coherencia, simetría y autoconsistencia que Einstein se impuso a sí mismo en solitario, durante 10 años de lucha intelectual incesante que produjeron una joya física y matemática que aún hoy, un siglo después, sigue revelando sus brillos poliédricos y planteando preguntas frescas.
La relatividad general no se puede entender sin dominar las matemáticas avanzadas que la sustentan —y que son obra, esencialmente, de un genio matemático muy anterior a Einstein, el gran Bernard Riemann—, pero hay una metáfora del físico John Wheeler que capta su espíritu: la materia le dice al espacio cómo curvarse, el espacio le dice a la materia cómo moverse. La teoría de Einstein, en efecto, explica la gravedad en términos puramente geométricos, como ondulaciones en el tejido del espacio y el tiempo (el espacio-tiempo) por las que lunas, planetas y estrellas caen libremente en una perpetua y prodigiosa danza cósmica.
Y, como ocurre a menudo, la criatura de Einstein superó enseguida a su creador, como esos personajes de la literatura que trascienden al escritor que les ha dado vida. Como también quedó certificado en la reunión de Madrid, Einstein no solo se dejó escapar las tres grandes predicciones de su propia teoría, sino que se resistió a ellas cuando otros las hicieron emerger de sus ecuaciones. Se trata de los agujeros negros, las ondas gravitatorias y la expansión del universo. Demasiado incluso para su cerebro.
Uno de los grandes retos de la física teórica actual es compatibilizar la relatividad general con la otra gran teoría física del siglo XX, la mecánica cuántica. Los dos grandes modelos del mundo físico, ambos ciertos en sus dominios, son incompatibles entre sí en un sentido muy fundamental. Una paradoja de las que marcan el camino adelante.
La relatividad general, la gran teoría de Einstein sobre el tiempo, el espacio, la gravedad y el cosmos, es un monumento a la razón humana, como han reconocido los cinco grandes físicos reunidos en Madrid esta semana por EL PAÍS, Materia y OpenMind. Porque el avance de la física consiste normalmente en una interacción permanente entre la observación y la ecuación, entre el experimento y el pensamiento abstracto, pero la teoría de Einstein ocupa una posición peculiar en ese esquema: no vino tanto de la necesidad de explicar nuevas observaciones, o de encajar nuevos resultados experimentales, como del imperativo de coherencia, simetría y autoconsistencia que Einstein se impuso a sí mismo en solitario, durante 10 años de lucha intelectual incesante que produjeron una joya física y matemática que aún hoy, un siglo después, sigue revelando sus brillos poliédricos y planteando preguntas frescas.
La relatividad general no se puede entender sin dominar las matemáticas avanzadas que la sustentan —y que son obra, esencialmente, de un genio matemático muy anterior a Einstein, el gran Bernard Riemann—, pero hay una metáfora del físico John Wheeler que capta su espíritu: la materia le dice al espacio cómo curvarse, el espacio le dice a la materia cómo moverse. La teoría de Einstein, en efecto, explica la gravedad en términos puramente geométricos, como ondulaciones en el tejido del espacio y el tiempo (el espacio-tiempo) por las que lunas, planetas y estrellas caen libremente en una perpetua y prodigiosa danza cósmica.
Y, como ocurre a menudo, la criatura de Einstein superó enseguida a su creador, como esos personajes de la literatura que trascienden al escritor que les ha dado vida. Como también quedó certificado en la reunión de Madrid, Einstein no solo se dejó escapar las tres grandes predicciones de su propia teoría, sino que se resistió a ellas cuando otros las hicieron emerger de sus ecuaciones. Se trata de los agujeros negros, las ondas gravitatorias y la expansión del universo. Demasiado incluso para su cerebro.
Uno de los grandes retos de la física teórica actual es compatibilizar la relatividad general con la otra gran teoría física del siglo XX, la mecánica cuántica. Los dos grandes modelos del mundo físico, ambos ciertos en sus dominios, son incompatibles entre sí en un sentido muy fundamental. Una paradoja de las que marcan el camino adelante.
Fuente: El País.
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