En Greifswald, en el norte de Alemania, se va a probar dentro de poco una trampa magnética que quiere imitar la magia del Sol. Desde que las teorías de Albert Einstein predijeron que una pequeña cantidad de masa atesora cantidades descomunales de energía, se ha tratado de explotar ese filón. Los primeros triunfos (y fracasos) llegaron en forma de estallido, con las bombas atómicas: el calor del Sol que devora ciudades, escribía Don De Lillo. Después, las necesidades de la Guerra Fría impulsaron la creación de los primeros reactores de fisión para propulsar submarinos que finalmente sirvieron de modelo para las centrales nucleares civiles.
La energía nuclear de fisión, sin embargo, produce residuos peligrosos y desde hace décadas se busca una alternativa segura para ordeñar el poder del átomo. La energía de fusión, la que se produce con la unión de átomos de hidrógeno en el Sol, es un sueño perseguido durante décadas. En la Tierra, para conseguir que dos núcleos atómicos superen la repulsión propia de dos partículas con la misma carga es necesario someterlas a temperaturas extremas. A 100 millones de grados centígrados, cinco veces más que en el corazón del Sol, la temperatura arranca los electrones de sus núcleos produciendo un plasma con átomos cargados que pueden unirse entre ellos. Sin embargo, las partículas superexcitadas se convierten en un rebaño incontrolable dentro de un contenedor normal.
Estos contenedores permiten mantener las partículas confinadas y a la temperatura necesaria para que continúen las reacciones de fusión. El diseño del que partieron este tipo de trampas magnéticas, con bobinas circulares a lo largo de toda la rosquilla, tenía un problema: en el interior, las bobinas van más apretadas y el campo magnético que producen es más intenso, algo que desvía las partículas que acaban por escaparse.
La energía nuclear de fisión, sin embargo, produce residuos peligrosos y desde hace décadas se busca una alternativa segura para ordeñar el poder del átomo. La energía de fusión, la que se produce con la unión de átomos de hidrógeno en el Sol, es un sueño perseguido durante décadas. En la Tierra, para conseguir que dos núcleos atómicos superen la repulsión propia de dos partículas con la misma carga es necesario someterlas a temperaturas extremas. A 100 millones de grados centígrados, cinco veces más que en el corazón del Sol, la temperatura arranca los electrones de sus núcleos produciendo un plasma con átomos cargados que pueden unirse entre ellos. Sin embargo, las partículas superexcitadas se convierten en un rebaño incontrolable dentro de un contenedor normal.
Los reactores de fusión contienen gas a millones de grados sobre cero junto a imanes refrigerados hasta el cero absoluto.
Hasta ahora, los experimentos más avanzados en la búsqueda de una fuente de energía segura, abundante y controlable, utilizan unos contenedores magnéticos con forma de rosquilla conocidos como tokamaks. Este modelo es el elegido para el ITER, un experimento internacional con un coste de más de 15.000 millones de euros que pretende probar si es posible producir energía de forma comercial mediante la fusión nuclear.Estos contenedores permiten mantener las partículas confinadas y a la temperatura necesaria para que continúen las reacciones de fusión. El diseño del que partieron este tipo de trampas magnéticas, con bobinas circulares a lo largo de toda la rosquilla, tenía un problema: en el interior, las bobinas van más apretadas y el campo magnético que producen es más intenso, algo que desvía las partículas que acaban por escaparse.
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