En este momento, el virus debe estar colonizando su hígado. Como presentación es inquietante, pero no hay que preocuparse: es la orgullosa manera con la que Jesús Prieto, director del Área de Terapia Génica y Hepatología del Centro de Investigación Médica Aplicada (CIMA) se refiere al ensayo de una pionera terapia génica para combatir la porfiria, una enfermedad metabólica.
El hígado al que se refiere Prieto es el de Mari Ángeles Guillamón, 66 años, quien sonríe deseando que sea verdad lo que se espera de la investigación: dejar los dolores, el cansancio y hacer una vida lo más normal posible. Se trata de uno de los escasos ensayos de terapia génica que están en marcha en el mundo (mucho menos en España), y el único contra esta enfermedad. Prieto y Guillamón se conocieron en 1991. “Llegó aquí tetrapléjica”, dice el médico. La mujer, superada esa crisis, volvió a Madrid. En 2003 regresó a Pamplona. “Vino en una UCI móvil”, recuerda Prieto.
Entre los dos grandes ataques de Guillamón algo había cambiado: el Proyecto Genoma, y un ensayo —no del todo exitoso— del propio CIMA de terapia génica para la leucemia. “Al ver cómo llegaba, Prieto me dijo: ‘Esto vamos a solucionarlo”, cuenta Guillamón.
La porfiria es una enfermedad rara. Aproximadamente “una de cada 10.000 personas tiene el gen, pero no todas desarrollan la enfermedad”, explica Antonio Fontanellas, investigador de la unidad de Hepatología y Terapia Génica del CIMA experto en porfirias. “De ellas, solo el 20% tiene crisis, y un 2% la cronifica”. Estas personas son las que peor lo pasan. “Es muy degenerativa, y la causa es que falta una enzima [las máquinas celulares] en el proceso de síntesis del grupo hemo [el que forma la hemoglobina]. Entonces, el hígado fabrica metabolitos que son tóxicos” dice Fontanellas. Los metabolitos (de siglas ALA y PBG) son materiales intermedios en la fabricación del grupo hemo. En las personas sanas, el proceso sigue y se gastan. En las afectadas, no, y estos productos salen del hígado causando la enfermedad.
Una serie de factores han permitido que en tan solo ocho años se haya pasado de tener una enferma sin apenas esperanza al ensayo de una cura. Primero, el encuentro entre Guillamón y Prieto.
El segundo factor fue la creación del CIMA, abierto en 2004 como una tercera pata del complejo Clínica y Universidad de Navarra y que, hasta el año pasado, se ha financiado mediante aportaciones de un grupo de empresas. Precisamente las aportaciones eran para 10 años, y ahora el CIMA busca nuevos mecenas.
El tercer factor es científico. La porfiria está causada por un solo gen. Además, el proceso de la formación del grupo hemo se da en el hígado, por lo que la terapia tiene que dirigirse ahí.
El cuarto es el factor humano. El fichaje de Fontanellas, que estaba en Madrid, no fue el único. También se incorporaron Gloria González-Aseguinolaza, especialista en vectores virales adeno-asociados (VAA por sus siglas) y coordinadora del proyecto AIPGENE (FP7-Health-2010-261506) que la UE ha financiado con 3,2 millones, y Rubén Hernández-Alcoceba, especialista en adenovirus de alta capacidad. Estos fueron los responsables de diseñar un vector (se llama así al virus) que debía llevar hasta los hepatocitos el gen de la enzima necesaria, y, sobre todo, de que el proceso fuera seguro. Porque, como recuerdan Fontanellas y Prieto, hace una década la terapia génica estaba en entredicho. Abrazada con fervor para tratar casos como el de los niños burbuja, la ilusión se truncó cuando varios murieron o desarrollaron leucemias. La causa, explica Fontanellas, fue que se usaron vectores que no se podían dirigir: los genes que se quieren introducir no van solos. Hay que acompañarlos de promotores para que la maquinaria celular se active. El problema fue que esos promotores, en algunos pacientes, cayeron cerca de un oncogén, lo que desató la creación de tumores.
En este caso, ese peligro se solventó de una manera muy elegante. Los VAA, explica Fontanellas, infectan, sobre todo, al hígado —que es donde se produce el proceso que se quiere solucionar—. Pero, además, “son poco integrativos”. Este tecnicismo es la clave. Quiere decir que el fragmento de ADN que portan se incorpora a la célula para que se sintetice la enzima correspondiente, pero no se integra de forma activa en el resto del material genético. Se mantiene aislado, por lo que el peligro de que interaccione o active los oncogenes desaparece. Y este sistema es lo que permite que Prieto comente, con optimismo, la posibilidad de usar el mismo abordaje para otros procesos, como el déficit de algunas hormonas en personas con cirrosis. Por tanto, en el ensayo se está jugando algo más amplio que la cura de la propia porfiria: se busca un método que pueda ampliarse a otros procesos hepáticos.
Suena sencillo, pero Fontanellas indica que prácticamente cuatro de los ocho años que han dedicado a la parte preparatoria del ensayo se ha empleado en diseñar el VAA ideal. El empeño de utilizar un VAA tenía un motivo práctico: existe un laboratorio holandés, Uniqure, especializado en manipularlos en las mejores condiciones (lo que se denomina GMP, good manufacturing practice en inglés). Tampoco se usó el gen tal cual. Aunque la teoría indica que cada gen contiene las instrucciones de una proteína, esto no es algo tan rígido. Hay variantes que dan el mismo resultado. En el ensayo se buscó la codificación del gen más atractiva para los ARN-mensajeros, que son los intermediarios necesarios para que las instrucciones del gen se materialicen en la enzima correspondiente. Así se favorece su rápida producción.
La investigación completa se ha desarrollado en el CIMA. Para la fase en animales contaron con una cepa de ratones que les cedió un investigador suizo “que se iba a jubilar”, cuenta Fontanellas. “Solo nos pidió que mantuviéramos el linaje”, dice.
En el ensayo se vio que bastaba con que el 10% de las células del hígado fueran infectadas para que los ratones dejaran de manifestar la enfermedad. Eso era otra ventaja. Pero hacerlo con roedores no era suficiente, dice el investigador. “Su sistema inmunitario es muy diferente del de los humanos”. Por eso, hubo que probar también en macacos.
El hígado al que se refiere Prieto es el de Mari Ángeles Guillamón, 66 años, quien sonríe deseando que sea verdad lo que se espera de la investigación: dejar los dolores, el cansancio y hacer una vida lo más normal posible. Se trata de uno de los escasos ensayos de terapia génica que están en marcha en el mundo (mucho menos en España), y el único contra esta enfermedad. Prieto y Guillamón se conocieron en 1991. “Llegó aquí tetrapléjica”, dice el médico. La mujer, superada esa crisis, volvió a Madrid. En 2003 regresó a Pamplona. “Vino en una UCI móvil”, recuerda Prieto.
Entre los dos grandes ataques de Guillamón algo había cambiado: el Proyecto Genoma, y un ensayo —no del todo exitoso— del propio CIMA de terapia génica para la leucemia. “Al ver cómo llegaba, Prieto me dijo: ‘Esto vamos a solucionarlo”, cuenta Guillamón.
La porfiria es una enfermedad rara. Aproximadamente “una de cada 10.000 personas tiene el gen, pero no todas desarrollan la enfermedad”, explica Antonio Fontanellas, investigador de la unidad de Hepatología y Terapia Génica del CIMA experto en porfirias. “De ellas, solo el 20% tiene crisis, y un 2% la cronifica”. Estas personas son las que peor lo pasan. “Es muy degenerativa, y la causa es que falta una enzima [las máquinas celulares] en el proceso de síntesis del grupo hemo [el que forma la hemoglobina]. Entonces, el hígado fabrica metabolitos que son tóxicos” dice Fontanellas. Los metabolitos (de siglas ALA y PBG) son materiales intermedios en la fabricación del grupo hemo. En las personas sanas, el proceso sigue y se gastan. En las afectadas, no, y estos productos salen del hígado causando la enfermedad.
Una serie de factores han permitido que en tan solo ocho años se haya pasado de tener una enferma sin apenas esperanza al ensayo de una cura. Primero, el encuentro entre Guillamón y Prieto.
El segundo factor fue la creación del CIMA, abierto en 2004 como una tercera pata del complejo Clínica y Universidad de Navarra y que, hasta el año pasado, se ha financiado mediante aportaciones de un grupo de empresas. Precisamente las aportaciones eran para 10 años, y ahora el CIMA busca nuevos mecenas.
El tercer factor es científico. La porfiria está causada por un solo gen. Además, el proceso de la formación del grupo hemo se da en el hígado, por lo que la terapia tiene que dirigirse ahí.
El cuarto es el factor humano. El fichaje de Fontanellas, que estaba en Madrid, no fue el único. También se incorporaron Gloria González-Aseguinolaza, especialista en vectores virales adeno-asociados (VAA por sus siglas) y coordinadora del proyecto AIPGENE (FP7-Health-2010-261506) que la UE ha financiado con 3,2 millones, y Rubén Hernández-Alcoceba, especialista en adenovirus de alta capacidad. Estos fueron los responsables de diseñar un vector (se llama así al virus) que debía llevar hasta los hepatocitos el gen de la enzima necesaria, y, sobre todo, de que el proceso fuera seguro. Porque, como recuerdan Fontanellas y Prieto, hace una década la terapia génica estaba en entredicho. Abrazada con fervor para tratar casos como el de los niños burbuja, la ilusión se truncó cuando varios murieron o desarrollaron leucemias. La causa, explica Fontanellas, fue que se usaron vectores que no se podían dirigir: los genes que se quieren introducir no van solos. Hay que acompañarlos de promotores para que la maquinaria celular se active. El problema fue que esos promotores, en algunos pacientes, cayeron cerca de un oncogén, lo que desató la creación de tumores.
En este caso, ese peligro se solventó de una manera muy elegante. Los VAA, explica Fontanellas, infectan, sobre todo, al hígado —que es donde se produce el proceso que se quiere solucionar—. Pero, además, “son poco integrativos”. Este tecnicismo es la clave. Quiere decir que el fragmento de ADN que portan se incorpora a la célula para que se sintetice la enzima correspondiente, pero no se integra de forma activa en el resto del material genético. Se mantiene aislado, por lo que el peligro de que interaccione o active los oncogenes desaparece. Y este sistema es lo que permite que Prieto comente, con optimismo, la posibilidad de usar el mismo abordaje para otros procesos, como el déficit de algunas hormonas en personas con cirrosis. Por tanto, en el ensayo se está jugando algo más amplio que la cura de la propia porfiria: se busca un método que pueda ampliarse a otros procesos hepáticos.
Suena sencillo, pero Fontanellas indica que prácticamente cuatro de los ocho años que han dedicado a la parte preparatoria del ensayo se ha empleado en diseñar el VAA ideal. El empeño de utilizar un VAA tenía un motivo práctico: existe un laboratorio holandés, Uniqure, especializado en manipularlos en las mejores condiciones (lo que se denomina GMP, good manufacturing practice en inglés). Tampoco se usó el gen tal cual. Aunque la teoría indica que cada gen contiene las instrucciones de una proteína, esto no es algo tan rígido. Hay variantes que dan el mismo resultado. En el ensayo se buscó la codificación del gen más atractiva para los ARN-mensajeros, que son los intermediarios necesarios para que las instrucciones del gen se materialicen en la enzima correspondiente. Así se favorece su rápida producción.
La investigación completa se ha desarrollado en el CIMA. Para la fase en animales contaron con una cepa de ratones que les cedió un investigador suizo “que se iba a jubilar”, cuenta Fontanellas. “Solo nos pidió que mantuviéramos el linaje”, dice.
En el ensayo se vio que bastaba con que el 10% de las células del hígado fueran infectadas para que los ratones dejaran de manifestar la enfermedad. Eso era otra ventaja. Pero hacerlo con roedores no era suficiente, dice el investigador. “Su sistema inmunitario es muy diferente del de los humanos”. Por eso, hubo que probar también en macacos.
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