“Por fin a Justito le estará dando el aire gracias a la guerra”, decía a sus familiares la madre de Justo Gonzalo, mientras su hijo, hasta entonces un ratón de biblioteca, esquivaba bombas en el frente durante la Guerra Civil española, en 1937. Era uno de los médicos que acompañaban al batallón del comunista Enrique Líster. Tras estudiar en 1934 en la Universidad de Viena y en 1935 en la Nervenklinik de la Universidad de Fráncfort, en la Alemania nazi, Gonzalo se acostumbró rápido a dormir durante meses en la trinchera con el mismo uniforme andrajoso. Un día, uno de sus mandos se acercó a él y le preguntó que por qué iba tan desastrado. “¿Aquí a qué hemos venido? ¿A presumir o a luchar?”, le espetó.
Así era Justo Gonzalo (1910-1986), uno de los neurocientíficos españoles más brillantes durante la primera mitad del siglo XX y ahora completamente olvidado. En un país en el que más de la mitad de los ciudadanos no es capaz de mencionar el nombre de un solo científico, ni siquiera Einstein, no es raro que Justo Gonzalo sea un desconocido en España. Lo asombroso es que ni siquiera sea conocido entre los propios científicos.
De niña, su hija, Isabel Gonzalo Fonrodona, acudía al laboratorio de su padre a limpiar el hollín que entraba por la ventana desde la estación de trenes de Atocha. Las locomotoras de carbón teñían de negro el Hospital General de Madrid, en la calle Atocha, 106, pegado a lo que hoy es el Museo Reina Sofía. Ahora, esta profesora de Óptica Cuántica de la Universidad Complutense de Madrid lucha por rescatar del olvido los estudios de su padre. “Él pensaba que sus investigaciones se moverían solas, que tenían alas, y ahora están metidas en una caja”, lamenta en su casa de Madrid, rodeada de cientos de legajos y fotografías de su padre.
Dos de los neurólogos más prestigiosos del mundo reconocieron en 1948 que la obra de Gonzalo no tenía equivalente
Gonzalo aguantó en el frente a lo largo del año 1937 hasta que Gonzalo Rodríguez Lafora, discípulo de Ramón y Cajal, le reclamó para su centro de traumatizados del cráneo de Godella (Valencia). Allí cambió su destino. Su hija Isabel pasa las páginas de sus álbumes de entonces: más de un centenar de mutilados de guerra con heridas en la cabeza, minuciosamente documentados con fotografías y radiografías. La autoexigencia de Gonzalo llegaba a la obsesión. En agosto de 1938, por ejemplo, descubrió que uno de sus pacientes, conocido en los textos como Caso M, sufría episodios en los que veía el mundo prácticamente al revés, un trastorno hoy conocido como metamorfopsia invertida. Fue su paciente durante décadas.
Al Caso M alguien le disparó en la cabeza en mayo de 1938. El proyectil atravesó su cráneo y salió dejando un orificio con forma de estrella. Por el camino desgarró parte de las circunvoluciones cerebrales. Gonzalo observó los efectos de la lesión durante más de 40 años. Fue la base de sus nuevas teorías sobre el funcionamiento del cerebro.
La nueva dinámica cerebral
Cuando acabó la Guerra Civil, Rodríguez Lafora se exilió en México, huyendo de los franquistas. Sin embargo, Gonzalo decidió quedarse, pese a haber acompañado como médico a los rojos. “Todo el mundo le preguntaba que por qué no se había ido. Y él respondía: ¿Cómo me voy a ir si tengo aquí a los heridos?”, recuerda su hija.
Isabel pasó años intentando reeditar la gran obra de su padre, Investigaciones sobre la nueva dinámica cerebral, publicada en dos tomos monumentales en 1945 y 1950. “El libro se agotó rápidamente, pero de forma incomprensible no se volvió a reeditar”, lamenta el neurólogo Manuel Arias, del Complejo Hospital Universitario de Santiago de Compostela, en uno de los pocos estudios que se han realizado sobre la obra de Gonzalo. En los dos volúmenes, de unas 800 páginas, el neurocientífico describió el concepto de dinámica cerebral, integrando las teorías que concebían el cerebro como un todo único con las teorías que proponían que las diferentes áreas del cerebro tienen distintas funciones.
Durante seis meses, Isabel dedicó todo su tiempo libre a recopilar y ordenar parte de la obra de su padre. Cuando propuso al CSIC que reeditara Investigaciones sobre la nueva dinámica cerebral, se encontró con un sorprendente “no”. Sólo la Universidad de Santiago de Compostela ha aceptado reeditar la obra, con una tirada de 300 ejemplares. También se puede descargar gratis en internet.
Gonzalo, pese a que hoy el organismo no saque pecho, perteneció al CSIC desde 1942 hasta su jubilación, en 1980. Entonces era una institución muy diferente a la de ahora. Franco la había creado en 1939 para “imponer al orden de la cultura las ideas esenciales que han inspirado nuestro Glorioso Movimiento, en las que se conjugan las lecciones más puras de la tradición universal y católica con las exigencias de la modernidad”, según reza el acta fundacional. La nueva dictadura incluso había derribado el auditorio de la Junta de Ampliación de Estudios, el embrión del CSIC que pagó los estudios de Gonzalo en Austria y Alemania, y sobre su solar había levantado una iglesia consagrada al Espíritu Santo. Todo un símbolo de la nueva era.
Odio al fascismo
El físico Blas Cabrera, que organizó la visita de Einstein a Madrid en 1923, se fugó a México. El químico Joan Oró también escapó, a EEUU, donde acabó participando en la conquista de la Luna con la NASA. Y así una lista interminable que dejó vacíos de talento los laboratorios españoles. Pero Gonzalo se quedó. Había estado en el bando rojo, pero fue clasificado como “indiferente”. No fue depurado. “¿Y cómo llaman a esto Consejo Superior de Investigaciones Científicas? Deberían llamarlo Consejo Inferior”, bramaba. “La cosa fascista no la podía soportar. Decía que por menos de nada te pegaban un tiro”, recuerda su hija.
Entre 1942 y 1944, en condiciones penosas, sin apenas instrumental, recorrió algunas cárceles franquistas para explorar a los soldados heridos en la cabeza. Donde otros veían sólo un agujero de metralla en el cráneo, Gonzalo veía una tecla tocada en el piano del cerebro. Pese a las dificultades, entonces llegaron sus grandes éxitos. En 1948, dos de los neurólogos más prestigiosos del mundo, Morris Bender, pionero en el estudio de los tumores cerebrales, y Hans-Lukas Teuber, introductor de la neurociencia en el Instituto Tecnológico de Massachusetts, escribieron: “Hasta la fecha, la literatura americana e inglesa ha fracasado a la hora de producir una monografía de un alcance similar al Dinámica Cerebral de Justo Gonzalo”. Poco después, en 1950, fue premiado por la Real Academia de Medicina. Pero, poco a poco, comenzó su declive.
“¿Cómo me voy a ir si tengo aquí a los heridos?”, respondía a quien le preguntaba por qué no huía del fascismo
“Nunca buscó elogios y nadie logró convencerle para que publicara sus estudios en revistas científicas internacionales”, recuerda su hija. Gonzalo era tan autoexigente que se negaba a publicar sus estudios por capítulos. Primero quería acabar sus investigaciones. Jamás se fue de vacaciones. “Nos íbamos con mi madre y él se quedaba investigando”, rememora Isabel.
El 8 de abril de 1957, uno de sus antiguos alumnos le escribió desde el Rockefeller Institute for Medical Research de Nueva York. El premio Nobel de Medicina Edgar Adrian había visitado el instituto y el discípulo de Gonzalo aprovechó para mostrarle los dos volúmenes de Investigaciones sobre la nueva dinámica cerebral. Adrian hojeó los libros, sentenció que era una teoría “bien fundada” y sugirió que fuera publicada en una revista especializada en inglés, como Brain. Gonzalo nunca lo hizo.
“Un ejemplo de altruismo”
“Mi padre era una persona muy especial”, admite Isabel, mostrando una fotografía de la boda de Justo Gonzalo con su madre, Ana María Fonrodona, en 1945. Es impactante. La iglesia aparece vacía, sin nadie más allá del cura y de los recién casados. En otra ocasión, pone como ejemplo, el neurocientífico tuvo que estrechar la mano de Franco en un acto. “Mi padre le puso mala cara, Franco también le puso mala cara y mi padre se asustó”, recuerda entre risas Isabel.
Esa independencia de Gonzalo mató su carrera. En 1966, las autoridades decidieron expulsarle de la Facultad de Medicina, donde impartía una asignatura del curso de doctorado. Ni siquiera las protestas de profesores y alumnos lograron su readmisión. Cinco catedráticos, incluyendo al médico Carlos Jiménez Díaz, pidieron por carta el regreso de Gonzalo, recordando que era “un ejemplo claro de altruismo, ya que su recompensa económica fue mero simbolismo”.
Nunca volvió. Cada día más aislado, el neurocientífico consiguió que su piso en la calle Serrano de Madrid fuera reconocido como centro oficial del CSIC, cuenta su hija. Allí pasó sus últimos años, rodeado de unos 5.000 libros y 2.000 vinilos de música clásica. En 1986, murió. Y, poco después, su casa se vino abajo. Donde durante años Gonzalo se asomó a los misterios del cerebro humano, ahora hay una sucursal de un banco.
En 1937, cuando ya se había acostumbrado a las trincheras de la Guerra Civil española, Justo Gonzalo se vio envuelto en el mismo dilema que otros médicos durante la contienda. Uno de los soldados, a escondidas, se disparó en una pierna y dijo que le había herido el enemigo. Buscaba, como hacían cientos de hombres aterrados por la guerra, un certificado médico que lo devolviera a casa. Era una deserción camuflada. Pero Gonzalo, por la trayectoria del proyectil, sabía perfectamente que el soldado se había disparado a sí mismo. “Si mi padre decía que se había disparado, fusilaban al desertor, así que nunca lo dijo, aunque lo supiera. Siempre disimulaba y hacía como que no lo sabía”, recuerda su hija Isabel.
Fuente: El País.
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