Desde hace bastantes siglos se pensaba que cuando dormimos, simplemente, el cerebro desconectaba y entraba en un tiempo muerto en el que no pasaba nada en él. Pero aquella explicación no tenía sentido evolutivo ya que era imposible que un órgano tan importante y fundamental dejara de funcionar durante un tiempo. Al dormir, nos encontramos en un estado semiinconsciente que nos deja totalmente vulnerables ante posibles ataques. Todos los animales, además, duermen. Algunos cerca de 20 horas al día, otros apenas tres o cuatro. Incluso los hay, como los delfines o los gansos, que duermen primero con una mitad y luego con la otra del cerebro. Por tanto, la naturaleza, pues, debe de tener sus motivos.
Experimentos y estudios actuales realizados en las últimas décadas, han aportado cierta luz sobre este tema. Ahora la ciencia sabe que dormir es crucial, tanto como comer. Sin dormir, moriríamos en pocos días y dormir poco o mal compromete nuestro estado de salud, nuestras emociones, nuestro rendimiento e incluso las relaciones sociales. Descansar bien es como una especie de cura intensiva para el organismo tanto física, psíquica y emocional.
Dormir mejora nuestro humor, nuestro estado de ánimo, el sistema inmunitario, nos recarga de energía, e incluso nos hace tener mejor aspecto. También esclarece la mente, nos permite disfrutar de nuevas experiencias, adquirir información y dar con soluciones creativas. Es, además, la herramienta con que nos ha dotado la evolución para aprender.
Por otro lado, soñar es un misterio que se presenta cuando dormimos; del cual hay personas que recuerdan los sueños, mientras que a otras les resulta imposible recordar lo que sueñan. Centrándonos en cómo actúa nuestro cerebro a la hora de dormir, el psicólogo alemán Hermann Ebbinghaus vislumbró por primera vez esa vida secreta nocturna de las neuronas. Tras varios experimentos y observaciones, apuntó la posibilidad de que quizás dormir servía para consolidar lo que habíamos aprendido en el día, evitar que lo olvidásemos y prepararnos para aprender al día siguiente. Pero la comunidad científica descartó la idea por verla sin sentido. Aseguraban que el cerebro se apagaba.
Un siglo más tarde, dos investigadores de la Universidad de Chicago, Eugene Aserinsky y Nathaniel Klietman, comprobaron esa teoría. Varios experimentos les permitieron demostrar que durante el descanso, el cerebro sigue trabajando a toda máquina sin descanso alguno. Vieron que en determinadas fases del sueño, como la REM (movimiento rápido de ojos), se generaban ondas a gran escala similares a las que se producían cuando estamos despiertos. Observaron, además, que grupos formados por miles de neuronas se activaban de forma sincronizada de una a cuatro veces por segundo durante la llamada fase de sueño lento. Parecía, pues, que el cerebro estaba de todo menos inactivo. Aunque no seamos conscientes de ello, el cerebro escanea continuamente el ambiente en busca de información provechosa; recoge datos sin parar y los acumula para que luego puedan ser usados. Y mientras dormimos, se detiene esa captación de información y el cerebro se dedica a procesar todo aquello que ha ido adquiriendo en el día. Se centra en las memorias formadas recientemente, las analiza y descarta aquellas que considera irrelevantes, y refuerza y clasifica aquellas que nos pueden ser de utilidad al día siguiente.
Ahora bien, cómo realiza esta tarea sigue siendo un misterio para la neurociencia. Sabemos que los recuerdos se forman al establecerse conexiones entre varios cientos, miles o incluso millones de neuronas, creando patrones de actividad. Esos patrones, cuando se reactivan, conducen a ese recuerdo, desde dónde hemos dejado las llaves del coche hasta cuándo acabó la Segunda Guerra Mundial. Es más, durante las horas de sueño no sólo se fijan los recuerdos, sino que también se diseccionan y se guardan sólo aquellos detalles considerados más relevantes.
Al parecer, el cerebro almacena la información que va captando en el hipocampo, que funciona como una especie de memoria temporal. Y allí la mantiene hasta que decide si la elimina o la guarda. Mientras se encuentre en el hipocampo, deberá competir con otros muchos recuerdos por hacerse con un hueco, con una serie de sinapsis entre neuronas. Si el proceso falla y el recuerdo no se fija bien, tendrá interferencias; esto es, que se mezclará con otros recuerdos. Dormir es esencial para consolidar nuevos aprendizajes y se ha comprobado que se recuerda mejor después de un buen descanso. Todo esto se ha comprobado mediante diversos estudios; realizando un conjunto de actividades sobre los individuos a los que se les iba a estudiar y, realizando las mismas actividades después de que algunos de los individuos tuvieran un tiempo intermedio durmiendo y otra parte de los individuos sin dormir. A la hora de volver a repetir dichos ejercicios, aquellos individuos que no hubieran tomado tiempo para dormir recordaban peor lo que tenían que realizar, mientras que los individuos que habían dormido, sabían perfectamente lo que les habían enseñado anteriormente.Y lo mismo ocurre con los estudiantes ante un examen. Los que estudian y luego descansan ocho horas suelen obtener mejores resultados que los que pasan toda la noche en vela.
Es cierto que algunas personas necesitan dormir más horas que otras, no obstante los científicos coinciden en afirmar que para un adulto, las horas de descanso aconsejables oscilan entre las siete y las ocho horas y media. Y para sumar esa cifras, las cabezaditas también cuentan, eso sí, siempre que incluyan sueño REM. Es fundamental darle al cuerpo la cantidad suficiente de sueño de calidad, y de manera regular. Eso depende en gran medida de la edad: los niños pequeños necesitan unas 16 horas al día, los adolescentes unas 10, mientras que las mujeres durante los tres primeros meses de embarazo necesitan dormir mucho más que una no embarazada. No obstante, a pesar de que descansar bien es una necesidad esencial del organismo, a veces solemos dormir menos horas de las deseables. El trabajo, el estrés, las actividades sociales consiguen arañarle minutos al sueño. Y quizás no seamos conscientes de ello, pero dormir menos de lo que el cuerpo requiere puede comportarnos problemas a corto y largo plazo porque estresamos a nuestra biología, que no está preparada para afrontar un déficit de sueño. De hecho, somos el único animal que duerme menos de lo que necesita voluntariamente.
A largo plazo, dormir poco o mal afecta profundamente a nuestra biología y puede llegar a dar al traste con nuestra salud. De hecho, recorta nuestra longevidad. Afecta a los sistemas inmune y nervioso. Y diabetes, obesidad y problemas cardiovasculares son algunas de las consecuencias relacionadas con un descanso insuficiente. Mientras dormimos, el cerebro se encarga de deshacerse de los desechos metabólicos producidos durante el día. Sin descanso suficiente, no le damos tiempo a hacer limpieza y el cuerpo acumulando basura. La falta de horas de sueño desencadena la segregación de cortisol, la hormona del estrés, que, en exceso, se relaciona con la grasa abdominal. También puede acabar alterando las funciones metabólicas, como el procesamiento y el almacenaje de carbohidratos; el cuerpo deja de metabolizar el azúcar bien, lo que aumenta el riesgo de que desarrollemos una diabetes tipo 2. La endocrina Eve van Cauter, de la facultad de medicina de la Universidad de Chicago, investiga el efecto del sueño sobre el organismo. En un experimento con jóvenes voluntarios, vio que si les restringía las horas de sueño a cuatro por noche, una semana más tarde los participantes ya estaban en un estado prediabético. Además, tenían mucho más apetito.
Existen más estudios que también relacionan el descanso inapropiado con enfermedades cardiovasculares, presión arterial alta y riesgo de infartos. Y en una investigación conducida por la Sociedad Americana de Cáncer, en la que participaron más de un millón de adultos, se vio que aquellos que dormían entre siete y ocho horas cada día tenían una tasa de mortalidad más baja que quienes dormían menos. Pero aunque dormir sea bueno, no hay que dormir más de la cuenta de forma habitual, ya que tampoco es beneficioso para el organismo. De hecho, todo lo contrario: más de nueve horas diarias de sueño para un adulto conlleva tantos riesgos para la salud como dormir menos de siete y está estrechamente relacionado con una morbilidad alta.
Fuente: La Vanguardia
Experimentos y estudios actuales realizados en las últimas décadas, han aportado cierta luz sobre este tema. Ahora la ciencia sabe que dormir es crucial, tanto como comer. Sin dormir, moriríamos en pocos días y dormir poco o mal compromete nuestro estado de salud, nuestras emociones, nuestro rendimiento e incluso las relaciones sociales. Descansar bien es como una especie de cura intensiva para el organismo tanto física, psíquica y emocional.
Dormir mejora nuestro humor, nuestro estado de ánimo, el sistema inmunitario, nos recarga de energía, e incluso nos hace tener mejor aspecto. También esclarece la mente, nos permite disfrutar de nuevas experiencias, adquirir información y dar con soluciones creativas. Es, además, la herramienta con que nos ha dotado la evolución para aprender.
Por otro lado, soñar es un misterio que se presenta cuando dormimos; del cual hay personas que recuerdan los sueños, mientras que a otras les resulta imposible recordar lo que sueñan. Centrándonos en cómo actúa nuestro cerebro a la hora de dormir, el psicólogo alemán Hermann Ebbinghaus vislumbró por primera vez esa vida secreta nocturna de las neuronas. Tras varios experimentos y observaciones, apuntó la posibilidad de que quizás dormir servía para consolidar lo que habíamos aprendido en el día, evitar que lo olvidásemos y prepararnos para aprender al día siguiente. Pero la comunidad científica descartó la idea por verla sin sentido. Aseguraban que el cerebro se apagaba.
Un siglo más tarde, dos investigadores de la Universidad de Chicago, Eugene Aserinsky y Nathaniel Klietman, comprobaron esa teoría. Varios experimentos les permitieron demostrar que durante el descanso, el cerebro sigue trabajando a toda máquina sin descanso alguno. Vieron que en determinadas fases del sueño, como la REM (movimiento rápido de ojos), se generaban ondas a gran escala similares a las que se producían cuando estamos despiertos. Observaron, además, que grupos formados por miles de neuronas se activaban de forma sincronizada de una a cuatro veces por segundo durante la llamada fase de sueño lento. Parecía, pues, que el cerebro estaba de todo menos inactivo. Aunque no seamos conscientes de ello, el cerebro escanea continuamente el ambiente en busca de información provechosa; recoge datos sin parar y los acumula para que luego puedan ser usados. Y mientras dormimos, se detiene esa captación de información y el cerebro se dedica a procesar todo aquello que ha ido adquiriendo en el día. Se centra en las memorias formadas recientemente, las analiza y descarta aquellas que considera irrelevantes, y refuerza y clasifica aquellas que nos pueden ser de utilidad al día siguiente.
Ahora bien, cómo realiza esta tarea sigue siendo un misterio para la neurociencia. Sabemos que los recuerdos se forman al establecerse conexiones entre varios cientos, miles o incluso millones de neuronas, creando patrones de actividad. Esos patrones, cuando se reactivan, conducen a ese recuerdo, desde dónde hemos dejado las llaves del coche hasta cuándo acabó la Segunda Guerra Mundial. Es más, durante las horas de sueño no sólo se fijan los recuerdos, sino que también se diseccionan y se guardan sólo aquellos detalles considerados más relevantes.
Al parecer, el cerebro almacena la información que va captando en el hipocampo, que funciona como una especie de memoria temporal. Y allí la mantiene hasta que decide si la elimina o la guarda. Mientras se encuentre en el hipocampo, deberá competir con otros muchos recuerdos por hacerse con un hueco, con una serie de sinapsis entre neuronas. Si el proceso falla y el recuerdo no se fija bien, tendrá interferencias; esto es, que se mezclará con otros recuerdos. Dormir es esencial para consolidar nuevos aprendizajes y se ha comprobado que se recuerda mejor después de un buen descanso. Todo esto se ha comprobado mediante diversos estudios; realizando un conjunto de actividades sobre los individuos a los que se les iba a estudiar y, realizando las mismas actividades después de que algunos de los individuos tuvieran un tiempo intermedio durmiendo y otra parte de los individuos sin dormir. A la hora de volver a repetir dichos ejercicios, aquellos individuos que no hubieran tomado tiempo para dormir recordaban peor lo que tenían que realizar, mientras que los individuos que habían dormido, sabían perfectamente lo que les habían enseñado anteriormente.Y lo mismo ocurre con los estudiantes ante un examen. Los que estudian y luego descansan ocho horas suelen obtener mejores resultados que los que pasan toda la noche en vela.
Es cierto que algunas personas necesitan dormir más horas que otras, no obstante los científicos coinciden en afirmar que para un adulto, las horas de descanso aconsejables oscilan entre las siete y las ocho horas y media. Y para sumar esa cifras, las cabezaditas también cuentan, eso sí, siempre que incluyan sueño REM. Es fundamental darle al cuerpo la cantidad suficiente de sueño de calidad, y de manera regular. Eso depende en gran medida de la edad: los niños pequeños necesitan unas 16 horas al día, los adolescentes unas 10, mientras que las mujeres durante los tres primeros meses de embarazo necesitan dormir mucho más que una no embarazada. No obstante, a pesar de que descansar bien es una necesidad esencial del organismo, a veces solemos dormir menos horas de las deseables. El trabajo, el estrés, las actividades sociales consiguen arañarle minutos al sueño. Y quizás no seamos conscientes de ello, pero dormir menos de lo que el cuerpo requiere puede comportarnos problemas a corto y largo plazo porque estresamos a nuestra biología, que no está preparada para afrontar un déficit de sueño. De hecho, somos el único animal que duerme menos de lo que necesita voluntariamente.
A largo plazo, dormir poco o mal afecta profundamente a nuestra biología y puede llegar a dar al traste con nuestra salud. De hecho, recorta nuestra longevidad. Afecta a los sistemas inmune y nervioso. Y diabetes, obesidad y problemas cardiovasculares son algunas de las consecuencias relacionadas con un descanso insuficiente. Mientras dormimos, el cerebro se encarga de deshacerse de los desechos metabólicos producidos durante el día. Sin descanso suficiente, no le damos tiempo a hacer limpieza y el cuerpo acumulando basura. La falta de horas de sueño desencadena la segregación de cortisol, la hormona del estrés, que, en exceso, se relaciona con la grasa abdominal. También puede acabar alterando las funciones metabólicas, como el procesamiento y el almacenaje de carbohidratos; el cuerpo deja de metabolizar el azúcar bien, lo que aumenta el riesgo de que desarrollemos una diabetes tipo 2. La endocrina Eve van Cauter, de la facultad de medicina de la Universidad de Chicago, investiga el efecto del sueño sobre el organismo. En un experimento con jóvenes voluntarios, vio que si les restringía las horas de sueño a cuatro por noche, una semana más tarde los participantes ya estaban en un estado prediabético. Además, tenían mucho más apetito.
Existen más estudios que también relacionan el descanso inapropiado con enfermedades cardiovasculares, presión arterial alta y riesgo de infartos. Y en una investigación conducida por la Sociedad Americana de Cáncer, en la que participaron más de un millón de adultos, se vio que aquellos que dormían entre siete y ocho horas cada día tenían una tasa de mortalidad más baja que quienes dormían menos. Pero aunque dormir sea bueno, no hay que dormir más de la cuenta de forma habitual, ya que tampoco es beneficioso para el organismo. De hecho, todo lo contrario: más de nueve horas diarias de sueño para un adulto conlleva tantos riesgos para la salud como dormir menos de siete y está estrechamente relacionado con una morbilidad alta.
Fuente: La Vanguardia
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